Guadalupe: Derrumbar el mito


Para que un pueblo rompa las cadenas de la opresión política, antes deberá romper las la religiosidad. En el caso de México, el eterno complejo de la conquista podrá disiparse al momento que aniquile el mito de la virgen de Guadalupe. Año con año, los más pobres, los siempre pobres del país, caminan decenas y cientos de kilómetros desde las provincias y los cerros para encontrarse en la Basílica y clamar por salud, felicidad, paz o prosperidad, como si dependiera de un ayate retocado la salvación de sus penas más hondas, y no de la mínima justicia. El Nican Mopohua es eso: el constante martirio social y psicológico de un indígena catequizado, que convirtió a sus verdugos en caudillos, únicos depositarios de lo que hubo de ser en su territorio; es decir, en caciques. Juan Diego Cuauhtlatoatzin –si es que existió-, fue el chivo expiatorio de Fray Juan de Zumárraga, representante eclesial de la corona española, para hacer derrumbar los restos de Tonantzin y Quetzalcoatl, y en su lugar colocar a un tergiversado rey judío y su madre pintada de moreno, cubriendo el resplandor del sol (dios Tonatiuh), parada sobre la luna (diosa Meztli) y una corona que la pone como reina sobre los astros dominantes.

Desde el entonces lejano 1531, año en el que se sitúan las apariciones del Tepeyac, la Iglesia Católica –y el judeocristianismo occidental en general, sobre la cual perviven sectas y otros negocios mamarrachos-, se ha encargado de fincar en la virgen de Guadalupe la ignorancia de sus propios fieles. Su honor se basa en la ignorancia teológica y no en su estudio, como, en todo caso, correspondería a la prelatura impulsar, para que sea el pueblo laico el que tenga en sus propias manos la información sobre la veracidad o falsedad de la existencia y presuntos milagros de tal imagen. Sin embargo, como obedece a su característica oscurantista milenaria, se ha escondido a la feligresía el acceso al magisterio católico, se le ha puesto llave con dinero a la filosofía cristiana, violando con toda impunidad, al mismo tiempo, el más alto precepto evangélico: “La verdad os hará libres” (Juan, 8; 32)

El teólogo brasilero Leonardo Boff en su libro “Iglesia, carisma y poder” (Edit. Sal Terrae; Santander, España 1982) critica esto mismo al acentuar que Roma (la jerarquía católica), se ha encargado a lo largo del tiempo de hacer una criminal separación del Reino (de Dios) y el pueblo (las y los fieles), poniendo en medio a la Iglesia episcopal (sacerdotes y monjas), quien por sí misma se ha adueñado del patrimonio universal de la fe. Esta tesis le valió a Boff en 1984 ser silenciado por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (heredera del Santo Oficio), que entonces dirigía el actual papa, Joseph Ratzinger; para que, en 1994, el mismo teólogo optara por renunciar a sus votos como franciscano tras un segundo amague de El Vaticano.

Tal lógica de censura y extrema opacidad, es la misma que aplica en el mito guadalupano, donde la Iglesia ha ocultado la falsedad de su existencia al resto de la población católica, por dos razones fundamentales:

Primero, porque la Basílica de Guadalupe es hoy el más grande nicho de poder de El Vaticano en el mundo, tan solo por debajo de la de San Pedro, en Roma, pues a sus puertas llegan representantes de la mayor población católica en el mundo: la de Latinoamerica, eje central en la política vaticana frente al embate de nuevas expresiones religiosas y, sobre todo, el avance de la ética científica que todo lo descubre. Y segundo, porque la apertura de sus fieles a la antropología objetiva que prueba las contradicciones históricas de su existencia y de la teología que orilla a develar los “misterios” y “dogmas” de la Biblia, significarían el derrumbamiento de la Iglesia tal como la fundó Simón Pedro, acusado desde sus inicios de reprimir la verdad y a sus seguidores.

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