Hubo un tiempo en el que también quise ser como el Che Guevara. Lleno de barbas, boina al cielo y una mirada dura y soñadora, hervida en cantidad de textos marxistas. Pero no sabía que también debería renunciar a la cerveza y dejar de ver mis programas de televisión favoritos. Entonces tomé una decisión inconsciente y aquí estoy, privando a la clase trabajadora de tener un nuevo héroe.
Para mis estándares, Revolución ya no es tomar la Sierra Madre Oriental cual si fueran los andes bolivianos y luchar contra el Gobierno burgués. Me limito a encontrar un trabajo estable y, por lo pronto, hacer que esa mosca deje de acosar mi café y se decida a salir por la ventana de una buena puta vez…
Como verás, rebaso los límites de la tolerancia y si un moscardón me saca de quicio, ¿qué podría esperarse de mi si me quedara toda la vida en las praderas fangosas colgado de un ideal?
Sé que mi espíritu se ha vuelto débil y cínico; pero debes saber que sí, una vez lo intenté, cargué mi mochila y me amarré al idealismo. Pero al tiempo me brotaron cicatrices, y como soy de esos melancólicos incurables, no pude simplemente tirarlas a la orilla del camino y seguir andando. De modo que eché mis heridas a la bolsa y agarré vereda abajo. Al llegar, tomé camino por el periodismo.
Pienso que si el Che Guevara siguiera vivo se hubiera enfrentado también a la necesidad de sobrevivir al posmodernismo. Pero los mártires vienen de cuna, nunca trabajan porque su misión de por vida es ser adorados. No tienen que preocuparse por conseguir un empleo, un título o lidiar con la angustia existencial; no tienen qué hacer pequeñas revoluciones para cumplir con el fisco cada mes; es secundario pensar ¿qué comeré hoy?
Entregarse a la muerte por un ideal es una manera práctica de llegar al otro lado de la vida sin tener que pasar por el sinuoso trayecto que es existir. No es algo que aprecie realmente.
Personalmente, un verdadero revolucionario fue mi abuelo. El viejo emergió de su propia orfandad para sostener a diez hijos con las ganancias de un pequeño taller de torno. O mi padre, que tuvo que trabajar desde los seis años. Gracias a ellos tuve el suficiente tiempo de ociosidad para ponerme a imaginar que podría ser el próximo Che Guevara. Por supuesto, la vida se encargó de enseñarme a tiempo que los altares no son más que una sublimación de nuestras debilidades.
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Había que vivir en realidad. De modo que dejé de soñar con los senderos guerrilleros para formarme en la fila del cajero. No obstante, también entrego la vida de esta manera porque, ¿qué mejor forma de moldear el espíritu que asirse a la esperanza de que aún quede algo de quincena en mi cuenta? Se diría que soy mi propia revolución. Ahora lucho por liberarme a mí mismo, de mi propia miseria.
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