Malefica («Maleficent», 2014), ha irrumpido las salas del mundo al final de esta primavera. Dirigida por el realizador visual de películas como «Avatar» y «Oz el Poderoso», Robert Stromberg sobre un guión adaptado de Linda Woolverton («Los cazafantasmas», «El Rey León», «Alicia en el país de las maravillas», «La bella y la bestia») del clásico cuento de Cahrles Perrault, «La bella durmiente», da un paso significativo en la pelea brutal contra los estereotipos heredados del medioevo donde las princesas eran tontas y las brujas, las sabias, las dominadoras de la alquimia, las locas y solteras eran condenadas a la hoguera. Una noticia feliz para quienes estamos hasta la madre de los prejuicios religiosos y su ridículo empecinamiento por condenarnos al infierno.
ALBERTO BUITRE – Esos cuernos que se alzan infernales sobre un par de alas negras, extendidas cuan inmensas apagando la luz del sol. Cuando por primera vez la vi, sentado en la sala de cine, no pude evitar pensar en la alegoría del ángel caído. El ser celestial que retó la inteligencia de Dios y por condena fue arrojado a la tierra infértil, expulsado para siempre del paraíso. El mito con el cual el judeocristianismo ha dominado la cultura occidental, trazando leyes morales universales sobe las cuales se fundaron los Estados posteriores al helenismo, sepultando la diversidad intelectual sobre kilos de doctrina religiosa respecto al comportamiento de los géneros y la sociedad.
Cuando Perrault escribió en el siglo XII su libro «Los Cuentos de Mamá Ganso», dentro de los cuales incluyó «La Bella durmiente del bosque», Europa apenas lograba salir de la larga noche de mil años que representó la Edad Media. Las artes, principalmente, eran el motor de la nueva ola de pensamientos donde se dejaba atrás la rigidez cultural del mito y era entonces que la crítica de la naturaleza bordeaba el sistema de cosas, con el ser humano al centro de la expresión. Sin embargo, los hilos morales de un mileno no habían acabado. El aparato educativo fundado por las congregaciones judeocristianas seguía firme, y las tradiciones monárquicas normaban los géneros. Los hombres cumplíamos un rol público, con la vida comprada a sangre y trabajo, muchas veces sin más opción que la guerra. En tanto las mujeres eran obligadas a cumplir los papeles privados de fecundadora y cómplice de su proveedor. Para eso eran educadas las niñas. Lo mismo en los círculos de plebeyos que en los monárquicos. Los roles patriarcales transgredían los escalafones de clase. Por eso se afirma con razón que al machismo no sabe de ideologías.
Ya conocemos de qué trata el cuento de «La bella durmiente». Su historia tiene como argumento de fondo la estupidez de una princesa, Aurora, quien no tiene más obligación que crecer bella y con gracia. De tal forma, se enamora y pretende casarse con el primer tipo que se le aparece enfrente, el príncipe Felipe. Y del otro lado, la mala del cuento. La bruja, que por tanto bruja debe ser anciana, fea, soltera, condenada y amargada. Pues porque el castigo por no ser bella, joven y graciosa, y a cambio, dominar las ciencias y cultivar la inteligencia, es la soledad y el desamor. La antropóloga mexicana Marcela Lagarde en su teoría de «Los cautiverios de las mujeres», diría que Maléfica estaría condenada a estar en la prisión de la locura, por haberse atrevido a transgredir la costumbre de su género. Y claro, a la niña que no cumpliera con alguno de estos tos estereotipos, sería arrastrada a lo inverso. De tal modo, las hijas de este mundo occidental -porque, obvio, nadie pretendía ser la maldiciente bruja-, crecieron tratando de imitar a semejante princesa de cuento. Ser tan bonitas y tan sonrientes como siempre fuera posible (madre-esposas y monjas), pues de lo contrario serían tachadas de brujas. Ah, y claro, casarse jóvenes, con un príncipe, y si se es rubia, tanto mejor.
Lo confieso, que como cualquier escuincle de mi generación, también quise ser el príncipe Felipe. Se me enseñó que era mi obligación cumplir con las normas del estereotipo, esbelto, pulcro, caballeroso, dispuesto a matar a un dragón y montar un caballo blanco para salvar a mi princesa. Sí, porque se me dijo que yo tenía derecho a una princesa. Y que debía ser poco menos que algo parecido a Aurora. Que debía casarme, que debía ser fuerte y que no debía cuestionarme si acaso tenía una alternativa a todo esto. Y si acaso, ¿de donde carajo iba yo a sacar un corcel? La vía para eso, era un automóvil modelo.
Sin saberlo, el costumbrismo de la Edad media permeaba en el «querer ser» de un mocoso de finales del siglo XX. Está de más decir que fracasé en convertirme en el príncipe Felipe. Esta barba y esta panza chelera lo confirman. Y mi blazer 97 no es precisamente un caballo de alzadura. Por supuesto, darme cuenta inconscientemente que poco a poco me iba a alejando de senda metal cultural, me hizo amargar. Mi autoestima adolescente se venía al suelo pues nadie jamás me había dicho que tenía derecho a ser yo mismo. Peor aún, nadie jamás se hubiera ocurrido en hablarme que no hay castigos para quien no es príncipe, y que podría enamorarme de una mujer con cuernos y alas demoníacas. Fuck yeah.
Por eso la re-escritura del clásico cuento de Perrault, trasciende silenciosamente en la historia. Muchos dirán que es sólo una película -una mala, una buena-, pero existen nudos invisibles, tan acostumbrados a nuestra carne que ni siquiera los sentimos, que esta película colabora a desatar de a poco. Rompiendo el mito del ángel caído. Que hay más de una manera de ser felices y que Dios no existe al dejar de ser el pretexto de el judeocristianismo para imponer las reglas de comportamiento que se inscribieron también en las industrias culturales, como el cine.
No en balde Linda Woolverton es también la escritora de las películas más transgresoras de Disney. «La bella y la bestia», que aunque refuerza el estereotipo muy socorrido entre las sociedad occidental que una bestia a base de paciencia y amor puede convertirse en hombre, ha sido la primera «princesa» que no viene de la cuna de un castillo y por su fuera poco, lee. Y «Mulán», la guerrera china, que por salvar a su padre, se enfunda en un traje militar, se corta el pelo, y triunfa en la guerra como sólo se creía que los hombres podrían ser capaces. Así se transforman generaciones.
Al fin entonces podríamos estar saliendo de los muros de la Edad Media, que no pudieron ser derribados ni con el Renacimiento ni la Ilustración. Los roles que se nos han asignado y que se decía -se dice aún-, debemos cumplir. Pero entonces, casi 600 años después, nos dieron la otra versión del cuento. La bruja vengativa y amargada, no es sino la mujer y su circunstancia. Un ser humano más allá del prejuicio. Punto aparte es Angelina Jolie. Mamita.
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